No creo en las cosmogonías. He dicho ya en algún lugar de esta bitácora que cuando el ser humano consigue explicar algo, su soberbia hace que eleve dicha explicación parcial a la categoría de explicación absoluta. Es cierto que hemos podido, a veces, levantar una punta del velo de Maya. Sin embargo, no es menos cierto que no hemos podido arrancarlo totalmente y ver la Verdad desnuda.
A pesar de esto, el estudio de las diversas cosmogonías nos proporciona datos muy interesantes, no sobre el origen del universo, sino sobre la psicología de los grupos humanos que han inventado dichas cosmogonías. Por ejemplo: la cosmogonía judeo-cristiana es, aparte de machista, profundamente negativa. Eva es una estúpida, Adán un calzonazos, y la serpiente… En esos momentos, la serpiente no representaba a Satanás, porque Satanás todavía no se había inventado. La serpiente era la sabiduría, y la sabiduría siempre es mala. ¡Que inventen ellos! Y Dios, tampoco se salva. Es un viejo malhumorado y sádico, que por una fruslería castiga a todos sus amados hijos.
Hay otras cosmogonías más positivas, aunque dichas cosmogonías sean parciales. Por ejemplo, la cosmogonía capitalista de Adam Smith. Según ésta, el dinero se transforma en capital, el capital en plusvalía y la plusvalía en más capital. Sólo hay un pequeño problema. El problema de la acumulación original. ¿De dónde sale ese primer dinero, esa acumulación originaria que no es resultado del modo de producción capitalista sino su punto de partida? Pues de una visión realista del ser humano. En el principio, había una minoría inteligente, ahorradora y trabajadora. Y una mayoría zángana y ociosa que derrochaba lo que tenía y lo que no tenía. ¿Le suena a alguien este párrafo?
Esta cosmogonía capitalista, recibirá la réplica de Carlos Marx. En el capítulo 24 del libro I de “El capital”, Marx contesta a Adam Smith diciendo que mientras la minoría acumulaba riqueza, la mayoría “no tuvieron finalmente nada que vender, más que su pelleja. Y de este pecado original arranca la pobreza de las grandes masas que todavía hoy, a pesar de todo su trabajo, no tienen nada que vender más que a sí mismos. La riqueza de esos pocos aumenta continuamente, aunque hace mucho que dejaron de trabajar”.
Esta cosmogonía capitalista, tan falsa como todas las cosmogonías, nos explica, arrimando el ascua a su sardina por supuesto, muchas otras cosas. Por ejemplo, la propiedad. La propiedad es sagrada, porque ha nacido de ese primigenio pecado original de la masa perezosa. Y explica que el trabajo duro y honrado fue el primer medio de enriquecimiento. Una explicación tan inconsistente como la de la manzana judeo-cristiana, pues cualquiera que sepa algo de historia entiende que los métodos de la acumulación originaria fueron la esclavización, la conquista y el robo. En definitiva, la violencia. La minoría originaria no se hizo rica porque fuera más trabajadora. Se hizo rica porque era la más fuerte.
Esa misma cosmogonía, y la historiografía que ha generado, cantan la “liberación” del obrero moderno respecto a los gremios y a los señores feudales. Pero no dicen nada de que dichos obreros, recién liberados, se convirtieron en vendedores de sí mismo, desposeídos de todos los medios de producción y de todas las garantías de subsistencia que les ofrecían las viejas instituciones feudales. El dominio de los “caballero de la industria” fue mucho más oneroso que el de los “caballeros de la espada”, ya que los señores feudales debían, en última instancia, preocuparse del bienestar de sus vasallos y siervos. Los gremios imponían ordenanzas muy estrictas, pero regulaban la calidad de la producción y se ocupaban de la promoción profesional, al mismo tiempo que se hacían cargo de las necesidades de las viudas y los huérfanos. La sociedad feudal garantizaba un Estado del Bienestar. Injusto, rudimentario, a veces sólo teórico, pero lo garantizaba.
No creo en las cosmogonías, pero las echo de menos. Actualmente, no tenemos cosmogonías que nos expliquen de dónde venimos y a dónde vamos. Nuestra situación actual es tan injusta, tan brutal y tan irracional que nadie es capaz de inventar una cosmogonía que la explique. No se puede explicar, pero sí se ha podido prever. El viejo Marx, el de las teorías trasnochadas y superadas, lo explicó con claridad a mediados del siglo XIX.
“El sistema de crédito que tiene su centro en los supuestos bancos nacionales y en los grandes prestamistas de dinero y usureros, constituye una centralización enorme y confiere a esta clase parasitaria un poder fabuloso para diezmar no sólo para diezmar periódicamente a los capitalistas industriales, sino para intervenir del modo más peligroso en la producción real y esta banda no sabe nada de la producción ni tiene nada que ver con ella. Las leyes de 1844 y 1845 prueban el poder creciente de estos bandidos, con los que se alían los financieros y los especuladores de bolsa”. (El Capital Libro III, capítulo 33).
No tenemos cosmogonías, no tenemos teorías, no tenemos explicaciones válidas. Sólo tenemos la foto que encabeza esta entrada. Dicha foto no necesita explicación. Ningún político, ningún banquero, podrá explicar jamás a esa madre que su hijo debió morir de hambre para que nosotros podamos tirar a la basura la mitad de nuestra comida y usar parte de la que queda para alimentar a nuestras mascotas.
Pero, si hay justicia en el universo, cosa que dudo, alguien deberá pagar por ese niño. O, mejor, todos deberemos pagar por esa vida. Porque todos somos culpables.