Posteado por: fernando2008 | 11 diciembre 2011

Cosmogonía y realidad.

No creo en las cosmogonías. He dicho ya en algún lugar de esta bitácora que cuando el ser humano consigue explicar algo, su soberbia hace que eleve dicha explicación parcial a la categoría de explicación absoluta. Es cierto que hemos podido, a veces, levantar una punta del velo de Maya. Sin embargo, no es menos cierto que no hemos podido arrancarlo totalmente y ver la Verdad desnuda.

A pesar de esto, el estudio de las diversas cosmogonías nos proporciona datos muy interesantes, no sobre el origen del universo, sino sobre la psicología de los grupos humanos que han inventado dichas cosmogonías. Por ejemplo: la cosmogonía judeo-cristiana es, aparte de machista, profundamente negativa. Eva es una estúpida, Adán un calzonazos, y la serpiente… En esos momentos, la serpiente no representaba a Satanás, porque Satanás todavía no se había inventado. La serpiente era la sabiduría, y la sabiduría siempre es mala. ¡Que inventen ellos! Y Dios, tampoco se salva. Es un viejo malhumorado y sádico, que por una fruslería castiga a todos sus amados hijos.

Hay otras cosmogonías más positivas, aunque dichas cosmogonías sean parciales. Por ejemplo, la cosmogonía capitalista de Adam Smith. Según ésta, el dinero se transforma en capital, el capital en plusvalía y la plusvalía en más capital. Sólo hay un pequeño problema. El problema de la acumulación original. ¿De dónde sale ese primer dinero, esa acumulación originaria que no es resultado del modo de producción capitalista sino su punto de partida? Pues de una visión realista del ser humano. En el principio, había una minoría inteligente, ahorradora y trabajadora. Y una mayoría zángana y ociosa que derrochaba lo que tenía y lo que no tenía. ¿Le suena a alguien este párrafo?

Esta cosmogonía capitalista, recibirá la réplica de Carlos Marx. En el capítulo 24 del libro I de “El capital”, Marx contesta a Adam Smith diciendo que mientras la minoría acumulaba riqueza, la mayoría “no tuvieron finalmente nada que vender, más que su pelleja. Y de este pecado original arranca la pobreza de las grandes masas que todavía hoy, a pesar de todo su trabajo, no tienen nada que vender más que a sí mismos. La riqueza de esos pocos aumenta continuamente, aunque hace mucho que dejaron de trabajar”.

Esta cosmogonía capitalista, tan falsa como todas las cosmogonías, nos explica, arrimando el ascua a su sardina por supuesto, muchas otras cosas. Por ejemplo, la propiedad. La propiedad es sagrada, porque ha nacido de ese primigenio pecado original de la masa perezosa. Y explica que el trabajo duro y honrado fue el primer medio de enriquecimiento. Una explicación tan inconsistente como la de la manzana judeo-cristiana, pues cualquiera que sepa algo de historia entiende que los métodos de la acumulación originaria fueron la esclavización, la conquista y el robo. En definitiva, la violencia. La minoría originaria no se hizo rica porque fuera más trabajadora. Se hizo rica porque era la más fuerte.

Esa misma cosmogonía, y la historiografía que ha generado, cantan la “liberación” del obrero moderno respecto a los gremios y a los señores feudales. Pero no dicen nada de que dichos obreros, recién liberados, se convirtieron en vendedores de sí mismo, desposeídos de todos los medios de producción y de todas las garantías de subsistencia que les ofrecían las viejas instituciones feudales. El dominio de los “caballero de la industria” fue mucho más oneroso que el de los “caballeros de la espada”, ya que los señores feudales debían, en última instancia, preocuparse del bienestar de sus vasallos y siervos. Los gremios imponían ordenanzas muy estrictas, pero regulaban la calidad de la producción y se ocupaban de la promoción profesional, al mismo tiempo que se hacían cargo de las necesidades de las viudas y los huérfanos. La sociedad feudal garantizaba un Estado del Bienestar. Injusto, rudimentario, a veces sólo teórico, pero lo garantizaba.

No creo en las cosmogonías, pero las echo de menos. Actualmente, no tenemos cosmogonías que nos expliquen de dónde venimos y a dónde vamos. Nuestra situación actual es tan injusta, tan brutal y tan irracional que nadie es capaz de inventar una cosmogonía que la explique. No se puede explicar, pero sí se ha podido prever. El viejo Marx, el de las teorías trasnochadas y superadas, lo explicó con claridad a mediados del siglo XIX.

“El sistema de crédito que tiene su centro en los supuestos bancos nacionales y en los grandes prestamistas de dinero y usureros, constituye una centralización enorme y confiere a esta clase parasitaria un poder fabuloso para diezmar no sólo para diezmar periódicamente a los capitalistas industriales, sino para intervenir del modo más peligroso en la producción real y esta banda no sabe nada de la producción ni tiene nada que ver con ella. Las leyes de 1844 y 1845 prueban el poder creciente de estos bandidos, con los que se alían los financieros y los especuladores de bolsa”. (El Capital Libro III, capítulo 33).

No tenemos cosmogonías, no tenemos teorías, no tenemos explicaciones válidas. Sólo tenemos la foto que encabeza esta entrada. Dicha foto no necesita explicación. Ningún político, ningún banquero, podrá explicar jamás a esa madre que su hijo debió morir de hambre para que nosotros podamos tirar a la basura la mitad de nuestra comida y usar parte de la que queda para alimentar a nuestras mascotas.

Pero, si hay justicia en el universo, cosa que dudo, alguien deberá pagar por ese niño. O, mejor, todos deberemos pagar por esa vida. Porque todos somos culpables.

Posteado por: fernando2008 | 24 noviembre 2011

Bernard Cornwell. Crónicas del Señor de la Guerra.

Probablemente Arturo no fuera rey, tal vez no existiera siquiera, sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos de los historiadores por negar su existencia, continúa siendo para millones de personas en el mundo lo que el copista dijo de él en el siglo XIV: “Arturus Rex Quondam, Rexque Futurus: Arturo, una vez rey y futuro rey”.
Bernard Cornwell. Excálibur.

 

No. No voy a ponerme, a mi edad, a elucubrar sobre el rey Arturo. Sobre esa figura legendaria, opino lo mismo que Umberto Eco sobre la rosa: que tiene tantos significados que ya no significa nada. Mircea Eliade ha identificado elementos indoeuropeos en la leyenda del Grial. Algunos historiadores se han apresurado a atribuir a Arturo un origen sármata. Otros lo hacen britano, jefe de un “alae” de la caballería romana que no volvió a Roma tras el abandono de Britania. Otros lo han hecho rey de una especie de “Corte de amor” que sitúan en la inexistente Camelot. Otros incluso han llevado yanquis a esa corte. Arturo es como el caldero mágico que Merlín busca en esta trilogía, caldero que después dará lugar a la leyenda del Grial: todo lo que se echa en él, se convierte en algo sobrenatural.

Como veis, he leído muchas cosas sobre Arturo y, después de leer todas estas cosas, pensaba que lo tenía ya todo leído. Me equivocaba. Bernard Cornwell ha logrado sorprenderme, creando la historia de Derfel, esclavo sajón librado por Merlín del “Pozo de la muerte”, acogido por él en Avalón, donde se cría con Morgana, la deforme hermana de Arturo y Minué, la que nosotros conocemos como “La dama del lago”, y consigue llegar a ser un señor de la guerra, señor calcado o quizás precedente de Uhtred de Bebbanburgh. Derfel llegará a ser uno de los lores de Arturo, y uno de sus íntimos amigos. Derfel está locamente enamorado de Ceinwyn, una princesa que en tiempos estuvo prometida con Arturo. Tan enamorado está de ella que consiente en perder su mano izquierda para que Ceinwyn sane de su enfermedad.

Hasta aquí, el argumento de la novela podría engarzarse en el ciclo artúrico sin ninguna dificultad. Pero, entonces, Cornwell hace añicos la leyenda. Arturo es hijo de Uther, pero un bastardo sin derecho al trono. Además, él jamás ambicionó dicho trono. Arturo siempre defenderá el derecho de Mordred, nieto de Uther, a pesar de todas las presiones que ejercen los partidarios de Arturo para que ciña la corona. Cuando la locura bestial de Mordred no le da otra opción, Arturo matará a Mordred, pero nunca le discutirá su legitimidad.

Ginebra es una princesa desterrada y arruinada, que sólo cuenta con su belleza para conseguir la vida que desea y a la que cree tener derecho. Se ha liado con varios nobles, pero cuando ve a Arturo comprende que éste es el guerrero que le conviene. Se desesperará cuando Arturo se mantiene fiel a su rey, y más cuando ve que a lo único que aspira es a una propiedad alejada de las ciudades con vacas, manzanos y una fragua. Profundamente aburrida, monta en su palacio un templo a Isis, comenzando una serie de orgías en las que asumirá el papel de protagonista Lancelot, un ser mezquino, egoísta y cobarde. Lancelot manipula a Ginebra, como a todas las mujeres que le rodean, en provecho propio y, cuando la ve en peligro, no duda en salir corriendo. Paga a todos los bardos que encuentra para que canten sus hazañas guerreras, pero jamás se le verá en la primera línea del combate. Y cuando Derfel, el protagonista de nuestra novela, consigue ponerle la mano encima, Lancelot se arrodilla y suplica piedad.

¿Y qué decimos del Merlín? No es el fiel consejero de Arturo. Es un druida que va por libre. Nadie sabe jamás donde está. Cuando por fin llega a la corte, de lo único que se preocupa es de la calidad del queso que come. Está obsesionado con la tarea de hacer que los antiguos dioses vuelvan a Britania. Cuando lo tiene todo preparado, se echa para atrás, porque el precio que debe pagar es muy alto. Esta cobardía despertará contra él el odio de Minué, una “Dama del lago” frenética, fea, tuerta y maloliente. Esta Minué, la “Dama del lago” correrá tras Derfel para impedirle que tire a Excálibur al mar, pero no lo consigue.

Y así, trozo a trozo, la leyenda de Arturo va cayendo, lo mismo que caen las lanzas de los vencidos. El Grial es un caldero mágico britano, Tristán salva a la jovencísima Isolda de caer en la cama de su viejo padre, hecho por el cual mueren los dos, Galahad es un caballero valiente, pero con el defecto de ser cristiano. Sagramor no es el hijo del rey de Hungría y de una princesa bizantina, sino un númida negro que, con su alfanje, provoca el terror a sus enemigos. El obispo Sansum, cabeza del bando cristiano, “El señor de los ratones” y esposo de Morgana hace gala de la más cerril de las intransigencias. Roba, engaña y al mismo tiempo anuncia a su rebaño que Cristo volverá a la tierra en el año 500 de su muerte. El pobre Arturo, que no cree en los dioses, será atacado tanto por los cristianos como por los paganos.

 

Los enemigos de los britanos, serán los sajones. Bajo el mando de sus reyes, Aelle, padre de Derfel, lo que convierte a nuestro héroe en un desclasado, un hombre a caballo entre dos mundos, y Cerdic, matan, violan, roban. Buscan tierras en Britania, lo mismo que antes lo hicieron los britanos de Arturo y luego lo harán los normandos. Contra ellos lucharán todos los reinos de Britania, tanto los lanceros de Arturo como las tropas de un reino vecino, vestidas con los uniformes romanos y mandados por un general de nombre Agrícola. La historia se repite. Campos conquistados y vueltos a perder una y otra vez, con gran derroche de vidas y de haciendas.

¿Y la Tabla Redonda? Arturo había querido fundar una “Hermandad de Britania”, a semejanza de la hermandad de Mitra, otro de los dioses que asoman sus cuernos por la trilogía. Convocó para ello a las personas más importantes de todos los reinos britanos y, como hacía buen tiempo y no cabían en su salón, la ceremonia se celebró en el jardín. En dicho jardín había una mesa redonda (al fin y al cabo era un simple mueble de jardín) romana y sobre ella se celebró la ceremonia. Arturo era un pesado; insistía en que todos se abrazasen y se juraran amistad eterna. Cuando terminó la sucesión de abrazos, los guerreros que mientras tanto bebían para celebrar esas nuevas amistades, habían bebido demasiado, habían vomitado y habían decorado la sacrosanta mesa redonda con manchas. Manchas no muy heroicas, me temo.

La cita del comienzo de esta entrada es del párrafo final de la tercera novela de la trilogía. Una buena trilogía de 1800 páginas. Nos descubre el Arturo que todos conocemos, el Arturo atemporal, el Arturo cuya efigie encabeza esta entrada, que lo mismo puede ser Roldán que Amadís o que Ricardo Corazón de León. Y como puede ser todos, no es en realidad ninguno. Es sólo un mito.

Sé que me estoy poniendo pesado con Bernard Cornwell. Sé que nunca había repetido autor hasta ahora y de Cornwell llevo ya tres reseñas. Sé que me estoy pasando de la raya con las novelas de aventuras. Lo sé.

Pero, sinceramente, prefiero escribir sobre la Britania de Arturo antes que sobre la España de Rajoy.

Posteado por: fernando2008 | 18 noviembre 2011

Susana Fortes. Quattrocento.

“No me interpretes mal, Luca. Sabes perfectamente que no he querido decir eso. Lo único que digo es que tratándose de arcanos capaces de engendrar tanto el bien como el mal, el artista tiene el derecho y el deber de recurrir a un lenguaje oscuro, sólo comprensible para sus pares. Y sobre todo debe proteger su obra de aquellos capaces de utilizar esas armas del espíritu para extender su poder terrenal y saciar sus ansias de dominio”

Susana Fortes. Quattrocento

 

Me gustan las novelas históricas y las novelas policiacas. Cuando encuentro un libro que junta estas dos cosas, brinco de excitación. Y si, además, es una buena obra, miel sobre hojuelas.

Hoy ha caído en mis manos la novela de Susana Fortes “Quattrocento”. Una buena novela histórica, aderezada con una buena novela policiaca.

Escribir una novela histórica es relativamente fácil. Basta con saber escribir y documentarse. Y escribir una novela que tenga como fondo la Florencia del siglo XV tiene el éxito asegurado. Florencia es la única ciudad en la que he sufrido el “síndrome de Stendhal”. Cada una de sus piedras guarda una historia interesante. Y cada día de la Florencia del siglo XV puede dar tema para diez novelas.

Escribir una trama policíaca dentro de una novela histórica, multiplica por diez el valor de la novela… si se sabe cerrar bien la trama. Muchos lo han intentado, recordad “El Asedio” de Pérez Reverte, pero pocos lo consiguen.

Bien, pues en esta novela la trama, o mejor las dos tramas, una en el siglo XV y otra en el siglo XXI están bien urdidas, bien entrelazadas y con un final bien resuelto. Lo de menos es su análisis lógico. Al fin y al cabo, es una novela. Y en una novela se pueden unir la conjura de los Pazzi y la muerte de Juan Pablo I. Es una acción trepidante, un “thriller” que no te deja ni un momento de respiro. Bueno, te deja un momento de reposo, pero sólo uno: cuando la autora se dedica a describir el amanecer en las colinas de Fiésole.

Lorenzo el Magnífico

En la Florencia de los Médicis podías encontrarte con cualquier cosa. Podías encontrarte con la conspiración de los Pazzi, con un desfile de carnaval presidido por Claretta Orsini, la esposa de Lorenzo, con un sermón de Savonarola, o con el rey Carlos VIII de Francia que entraba en ella como amigo oficial, pero como conquistador real. Podías ir a resolver algún asunto al Palacio de la Señoría y encontrarte con que el funcionario que te atendía era el mismísimo Maquiavelo. Luego, podías ir a la taberna de Botticelli, y probar el menú del día cocinado por Leonardo da Vinci. Podías encontrarte por la calle con Miguel Ángel, pero seguro que no te saludaría; iba siempre hosco, ensimismado en sus pensamientos. Con la que no podríamos encontrarnos sería con la bella Simonetta Vespucci. Había muerto nueve años antes de que Sandro Botticelli la retratase como Venus. O podías, y eso sí que era peligroso, encontrarte con el propio Hannibal Lecter.

Simonetta Vespucci

 

Hannibal Lecter

 

Si hay un lugar en el que la realidad supera la ficción, ese lugar es Florencia. Fijaos si no, en el cuadro del final de esta entrada, pintado por Piero della Francesca. Son los retratos de Federico di Montefeltro, duque de Urbino, uno de los protagonistas de la novela, y de su mujer Battista Sforza. Las caras aparecen absolutamente de perfil, imitando las monedas. Muchos autores hablan de la influencia de las medallas en los retratos del Quattrocento. La explicación es otra. Federico de Montefeltro tenía el lado derecho de la cara destrozado por una lanza en un torneo. No podía posar sino de esa forma. En cuanto a la señora, se la ve muy pálida. Tampoco es de extrañar, porque estaba muerta. Piero della Francesca hizo su retrato basándose en la mascarilla mortuoria.

 Interesante ¿verdad? Son estos pequeños detalles los que hacen más jugosas las historias que se esconden detrás de cualquier obra de arte. Cuando a Miguel Ángel le hicieron notar que las caras de las esculturas que había hecho para la tumba de los Médicis no se parecían en nada a las caras de los difuntos, contestó con displicencia: “Dentro de mil años, nadie se dará cuenta”.

Pero aquí estoy yo para desvelaros esos pequeños detalles, sin desvelaros ni una línea de la novela. Os recomiendo que la leáis. Como dice la propia autora: “Es bueno leer novelas policiacas porque es bueno saber que el asesino no soy yo”.

Los duques de Urbino.

 

Posteado por: fernando2008 | 16 noviembre 2011

El nacionalismo catalán.

 – Maestro ¿qué opinas de los catalanes?

– Nada, Adso.

– ¿Nada? ¿Por qué?

– Porque no los conozco a todos. Si conociese a todos los catalanes podría dar una opinión. Pero conozco a muy pocos.

– Pero puedes hacerte una idea.

– Puedo, pero no quiero hacérmela. Los tópicos me parecen una pérdida de tiempo y, sobre todo, una gran pérdida de objetividad. Cuando oigo hablar de los catalanes tacaños e insolidarios y de los andaluces vagos y juerguistas, pienso en esas tiendas donde se venden banderas españolas con el toro, monteras, banderillas. Tiendas que, por lo general, son propiedad de chinos.

– ”Vox populi, vox Dei”!

– ¡Pobre Dios! La persona más seria que conozco, la que está más obsesionada con su trabajo, es de Sevilla. Y la más amable, solidaria, generosa y preocupada por los demás, es de Castellón.

– ¡Hombre! ¡Por una sola…!

– ¿Cuántos tacaños tiene que haber en Cataluña para que Cataluña sea una tierra de tacaños? O, dicho de otra manera, ¿cuántos independentistas tiene que haber en Cataluña para que Cataluña sea independiente?

– Veo que no te cae bien Cataluña.

– Cataluña me cae tan bien como Galicia o como Castilla.

– No te cae bien, porque no pones “Catalunya”.

– ¡Que santa Lucía te conserve el olfato, Adso, porque lo que es la vista… Cataluña se pone con “ñ” aquí y en London.

– Tampoco se escribe “London”. Se escribe “Londres”.

– ¡Didáctico estás! Pues voy a aprovechar esa vena didáctica. Explícame, por favor, lo siguiente: ¿Por qué, en correcto castellano, se debe escribir “Londres”, aunque sus aborígenes lo llamen “London”, y no se puede escribir “Cataluña” porque sus aborígenes la llaman “Catalunya”? La Gramática no entiende de fronteras. Si una regla es buena para Londres, debe de serlo también para Cataluña, Lérida y Gerona. En castellano se escribe así.

– Tienen su propia lengua.

– Lo mismo que los habitantes de Londres ¿no?

– Es una lengua muy antigua…

– Hablando de antigüedad, acabo de asistir a las “II Jornadas de Arqueología en la ciudad de Cáceres y su entorno”. ¡Han sido increíbles! ¡El territorio cacereño ha tenido una ocupación humana documentada desde hace un millón de años!. Eso sí es antigüedad.

– No quieres hablar del tema y te sales por la tangente.

– Yo estoy dispuesto a hablar de todos los temas que tú quieras, incluyendo el de Cataluña y su antigüedad. De lo que no estoy dispuesto a hablar es de tópicos, no sólo erróneos, sino malintencionados.

– ¿La antigüedad de Cataluña un tópico malintencionado?

– Veámoslo. A ver ¿cuándo empieza Cataluña?

– Pues con Wifredo el Belloso.

– Magnífico. ¿Y qué sabes de él?

– Mira lo que dice un libro muy antiguo: “Pidió el conde Iofre Valeroso al emperador Loís que le diesse armas que pudiesse traher en el escudo, que llevava dorado sin ninguna divisa. Y el emperador, viendo que havía sido en aquella batalla tan valeroso que, con muchas llagas que recibiera, hiziera maravillas en armas, llegóse a él, y mojóse la mano derecha de la sangre que le salía al conde, y passó los quatro dedos ansí ensangrentados encima del escudo dorado, de alto a baxo, haziendo quatro rayas de sangre, y dixo: «Éstas serán vuestras armas, conde.» Y de allí tomó las quatro rayas, o bandas, de sangre en el campo dorado, que son las armas de Cathaluña, que agora dezimos de Aragón”.

– Falso de toda falsedad. Y, además, una cochinada. ¡No son maneras de tratar una herida!

– Vale, fray Guillermo, déjate de bromas. Puede ser una acción muy cochina, pero es histórica.

– Falsa de toda falsedad.

– ¿Por qué?

– ¿Cuándo consiguió Wifredo ser nombrado conde de Barcelona?

– En el 878.

– Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, murió en el 840.

– ¡Es verdad! Bueno, en realidad, quien dio a Wifredo las armas de Cataluña, fue el emperador Carlos el Calvo.

– Que murió en el 877. ¡Qué mala suerte tienes, Adso!

– De acuerdo. No sé que emperador se las dio. Pero alguien se las dio.

– Falso de toda falsedad.

– ¡Qué pesado, maestro! ¿Por qué?

– Porque la concesión de escudos y blasones comienza en el siglo XI.

– Vamos ¡que la Señera no existe!

– Ahora sí. Pero su aparición, según la leyenda, y recalco lo de leyenda, más antigua fue en la batalla de Alcoraz en 1096.

– ¡Un momento, un momento! En la batalla de Alcoraz pelearon las tropas del…

– Efectivamente, Adso, efectivamente. Veo que aún no has olvidado mis enseñanzas. Las tropas del rey de Aragón. Porque, recuerda, ningún pez podía nadar por el Mediterráneo si no llevaba en su lomo bien grabadas…

– …las cuatro barras de la corona de Aragón. Pero entonces Cataluña…

– El condado de Barcelona tenía como bandera la cruz de san Jorge. Tenía y tiene, porque todavía está dicha cruz en el escudo de Barcelona.

– Pero Cataluña dominaba a Aragón.

– Eso es lo que te han hecho creer. Ramón Berenguer IV se casó con Petronila de Aragón. Se casó según el derecho aragonés. La Casa de Barcelona desapareció y Cataluña se integró, con toda la autonomía que quieras, pero se integró, en la Corona de Aragón. Y en sus cuatro barras.

– Según eso, Cataluña no es una nación.

– Falso también. Estoy firmemente convencido de que Cataluña es una nación.

– Niegas a Wifredo, niegas la Señera y luego dices que Cataluña es una nación. No te entiendo.

– Niego las mentiras y proclamo la verdad. El problema radica en que no sabes qué es una nación: es una unidad social o pre-política. Se llama así al conjunto humano en el que se da cierta comunidad de ascendencia, historia, cultura, lengua y costumbres comunes. Nada más. La nación es un sentimiento. Y nadie puede prohibir un sentimiento, o legislar sobre sentimientos. Se puede discutir que Cataluña sea un estado. Pero no se puede discutir que es una nación.

– Y Cataluña tiene muy arraigada su identidad nacional. Por ella murió Rafael Casanova.

– ¿Pero qué estás diciendo?

– Que Rafael Casanova murió el 11 de septiembre de 1714 con la Señera en la mano, luchando contra las tropas españolas. Por eso le hacen las ofrendas florares en la Diada.

– Tres ideas, tres mentiras. Rafael Casanova no murió. Fue herido y escapó, algunos dicen que disfrazado de monje, después de haber sobornado a alguien para que le extendiese un certificado de defunción. Posteriormente, volvió a Barcelona, siguió ejerciendo de abogado, y murió en 1743.

– Bueno, fue herido cuando llevaba la Señera.

– Lo más gracioso de todo, Adso, es que la bandera que se ve en la estatua no es la Señera. Es una bandera extremeña donde las haya. Es la bandera de Santa Eulalia, bandera que sólo se sacaba cuando había un gran peligro.

– ¿Qué tiene que ver Santa Eulalia de Mérida con Barcelona?

– Parece ser que fue una charnega más. La historia de la santa Eulalia de Barcelona está copiada de la de Mérida palabra por palabra, porque la historia de la santa de Mérida se escribió un siglo antes. Hasta en el nombre del malo, el gobernador Daciano. Huelga decir que no hubo ningún gobernador romano de nombre Daciano, ni en Mérida ni en Barcelona.

– Pero al menos me concederás que luchó contra las tropas españolas.

– Casanova, al frente de tropas españolas, luchó contra otras tropas españolas. Era una guerra civil. Unas tropas españolas apoyaban a Felipe. Otras tropas españolas, apoyaban a Carlos. No es que Casanova quisiera la independencia de Cataluña. Quería que le gobernase el rey de España Carlos, porque él pensaba que era una persona más seria y formal que el frívolo francés Felipe. Y esta idea la hicieron saber, los fidelísimos súbditos catalanes de la monarquía española, en libros como éste, entre cuyos autores está Rafael Casanova.

– Entonces ¿qué razones tienen los nacionalistas para dar tanto bombo a la figura de Casanova?

– Eso, querido Adso, no creo que lo sepan, ni la Santa Eulalia de Barcelona, ni la Santa Eulalia de Mérida. Sólo pueden saberlo los que han montado ese circo.

Posteado por: fernando2008 | 13 noviembre 2011

Bernard Cornwell. Sajones, vikingos y normandos.

Hace tiempo, decidí liquidar a una serie de escritores. No, no soy un gánster. No se trata de matarlos, sino de leer todas sus obras. Ahora, por ejemplo, estoy liquidando a Mircea Eliade y a Manuel Terrón Albarrán en la modalidad de “libros de escritorio”. En la modalidad de “libros de sillón”, sub-apartado de “libros de iPad” estoy liquidando a Bernard Cornwell. Sé que es una tarea larga, pero la llevaré a feliz término.

Me gusta Cornwell. Alguien podrá decirme que es una lectura para adolescentes. Ojalá. Desearía que los adolescentes leyesen a Cornwell, o, simplemente, que leyesen. Que dejasen por un momento sus endemoniados teléfonos móviles, y sus no menos endemoniadas Nintendos. Me gusta Cornwell y, como no tengo que dar explicaciones de mis gustos a nadie, procedo a liquidarlo.

Comencé con Richard Sharpe, al cual liquidé este verano. La saga “Las aventuras del fusilero Richard Sharpe” tiene todas las buenas características que pido a la novela histórica y una añadida: son veinte novelas. Ya he hablado en esta bitácora alguna vez de la velocidad a la que leo. Necesito pues, una pista larga para poder despegar a gusto. Así que, acompañé al fusilero por todas sus guerras, desde la India a Waterloo, pasando por Badajoz. Lo vi convertirse de un pobre huérfano, (aunque en realidad Sharpe no sabe si es huérfano o no), ladrón por necesidad y soldado como remedio a esa necesidad, en un teniente coronel. O al menos ese es el grado que parece darle el duque de Wellington en Waterloo. Hice en esta bitácora la reseña de una de estas novelas, la primera que leí, pero no quise aburriros con las diecinueve restantes,

Liquidado Sharpe me he lanzado, dando horribles gritos de guerra, contra el muro de escudos de la siguiente saga: “Sajones, vikingos y normandos”. Y ahí he metido la pata. Tenía que haber comenzado con la saga “El señor de la guerra” y seguir después con los sajones y vikingos. Pero cuando me di cuenta de este error ya había liquidado a Uhtred de Bebbanburgh.

 

Son cinco novelas. Posiblemente “La tierra en llamas” no sea la última de esta saga. ¿Qué por qué lo sé? Pues porque Uhtred de Bebbamburgh no está en Bebbamburgh más que los nueve primeros años de su vida, y buena parte de las cinco novelas se la pasa añorando su hogar. O poco conozco yo a Bernard Cornwell, o el héroe de esta saga terminará sus días siendo señor de la fortaleza que tanto añora.

 

Este Uhtred es un personaje tan atormentado como el mismo Sharpe. Hijo del señor de Bebbamburgh, es raptado por los daneses a los nueve años. Digo daneses y no vikingos porque, según los textos rúnicos, “fara í vikinga” se traduce como “ir de expedición”. Los daneses, los hombres del norte, podían ser agricultores pacíficos o irse a hacer el vikingo, expediciones que llegaban bastante lejos de la actual Dinamarca. A Córdoba, por ejemplo.

 

En manos de los daneses, Uhtred vivirá una infancia pagana. Olvida las lecciones del padre Beocca, su maestro y se cuelga al cuello el martillo de Thor. Olvida a su padre muerto, que no era excesivamente cariñoso con él y vuelca todo su cariño en Ragnar, el danés que lo ha capturado. Olvida su cultura sajona y se convierte en un danés. Está a caballo entre dos mundos pero no pertenece a ninguno de los dos. Se engaña a sí mismo diciéndose que él es un señor de la guerra danés, y que lo que más desea es ser el señor danés de Bebbamburgh, así como luchar al lado de su “hermano” Ragnar el joven. Pero cuando parece que va a cumplirse sus sueños, cuando más feliz está al lado de Ragnar, bastará un mensaje de Etelfleda, la hija de Alfredo, el antipático y santurrón rey de Wessex, para que olvide sus propósitos, traicione a los daneses y corra a luchar a su lado.

Su idea de la religión es muy peculiar. Por supuesto, no acepta de la religión de los cristianos, porque piensa que no es religión para un guerrero. Además, se asombra de cómo los clérigos, que siempre tienen en su boca alabanzas a la verdad y a la pobreza, pueden mentir tan descaradamente para conseguir robar unas tierras que no son suyas o para hacer santo y mártir a un cristiano que ha muerto cobardemente.

Para Uhtred, estamos en la tierra para divertir a los dioses. Si les ofrecemos la diversión de una buena pelea, una buena aventura, los dioses nos recompensarán por haber disipado su aburrimiento.

 

El destino lo es todo. Las tres hilanderas que están sentadas junto a las raíces de Iggdrasill, el árbol de la vida, tejen la hebra de nuestra vida, uniéndola o separándola de las otras hebras. Y se parten de risa cuando efectuamos un juramento, o hacemos determinados planes. Pueden ayudarnos, o pueden hundirnos. Depende de lo que consideren más gracioso.

No hay pues para Uhtred acciones buenas o malas. Hay acciones valientes o cobardes. La única caridad que practica es acercar a la mano del hombre que acaba de malherir una espada para que la empuñe y así pueda entrar en el “Salón de los muertos” en el Valhalla, un cielo a la medida de estos daneses. Es un salón donde se está caliente, y se puede comer jabalí, beber hidromiel y pelearse. ¿Se puede pedir más?

Seguiré atento la producción de Cornwell porque me gustaría volver a encontrarme con Uhtred de Bebbamburgh, y saber si llega a clavar su estandarte con la cabeza de lobo en las murallas de su adorado castillo. Castillo que, hay que reconocerlo, no está nada mal. Aquí os dejo una fotografía de Bebbamburgh en la actualidad.

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